Crónicas de un hombro rebelde

 
Llevo unas semanas conviviendo con un dolor en el hombro derecho que parece tener vida propia.

Yo pensaba que era el manguito rotador, porque me dolía al hacer pecho, tendinitis o un superpoder oculto… cualquier cosa menos lo que realmente era: la antesala de una visita al fisioterapeuta. Y claro, fui.

El fisio me recibió con esa sonrisa que mezcla profesionalidad con un “hoy vas a sufrir”. Me pasó el ecógrafo. No sabe si tengo algo roto, pero ve bolsas de líquido. Bolsas. En plural. Vamos, que mi hombro tiene más compartimentos que una mochila de camping. 

Me colocó una máquina que daba golpes —golpes de los que hacen replantearte tus decisiones vitales— y yo ahí, aguantando como si no me estuvieran desmontando el brazo. Pero lo mejor vino después: el masaje manual. Ahí descubrí que la máquina, en el fondo, era una caricia. Mano divina, sí, pero divina de las que te enderezan hasta los pecados.

Tras reírse (un poco demasiado, diría yo) de mis caras, me dice que tengo que volver el día 27, y me soltó un “igual habrá que pinchar”. Pinchar. Sin más explicaciones. Yo no sé qué pretende pinchar, pero viniendo de él seguro que no es agradable. Mucho ánimo para mi futuro yo.

Y luego está la Seguridad Social. Ya sabemos cómo va: yo pido cita, la agenda me mira, yo la miro, y terminamos en ese tira y afloja donde siempre gana la banca. Mientras tanto, aquí estoy, intentando rascarme la cabeza con la mano derecha… y fallando miserablemente. Si me veis saludando raro o poniéndome la chaqueta como si estuviera luchando con un fantasma, no digáis nada. Es el hombro. Lo prometo.

En fin, que aquí seguimos, entre máquinas que reparten golpes, masajes que te hacen ver a tu antepasado favorito y un hombro que ha decidido tomarse unas vacaciones sin avisar. Ya os contaré qué pasa el 27… si vuelvo con hombro o con historia nueva.