miércoles, 21 de julio de 2010

Nunca es demasiado tarde (parte I)

Sentado en el suelo, con la cabeza entre las piernas. En el rincón más oscuro de la habitación, un hombre permanece en silencio, repasando las horas más bajas de su vida y las circunstancias que se ciernen sobre él.
Su cuerpo, demasiado pesado por su estado de ánimo, le impide salir de aquella lúgubre estancia, en la que lo único vivo son las sombras. Su respiración tan melancólica como débil, deja su corazón desnudo, vacío de cualquier sentimiento que pueda reactivar su vida, su pobre existencia mortal.
En un esfuerzo suprahumano, consigue levantar la cabeza y apoyarla contra la pared. Sus piernas y brazos caen inertes contra el suelo, dando una imagen aún más triste y desoladora de sí mismo. Perdido entre las siniestras paredes de aquella horrible habitación, que le acoge en la más amarga de las depresiones, en una caída sin fin.
La lámpara, de la mesilla de noche de su mujer, esta cubierta por el mismo velo negro, que oculto su pálido rostro en el velatorio. En la otra mesilla no hay nada. La lámpara en el suelo y la bombilla rota en tantos pedazos como su corazón.
Desde que ella se fue, la frialdad de aquella sombría y espectral casa se apoderó de él. Con un susurro continuado le desalienta, insuflando sobre su alma la esencia del abatimiento. Llenándole de malestar, tristeza y deseo de desaparecer. Consciente de estar vivo, pero vacío, creyó merecer la muerte eterna.
La vida se ha transformado en el más escarpado y gris acantilado, alto e inaccesible como el del más fantástico cuento. Ya no dispone ni de las fuerzas, ni la voluntad que ella le daba. Desde entonces, todo era imposible. Ni tan solo es capaz de reunir el valor para salir de aquel que había sido su hogar, y que se ha trasformado en su prisión.
En ocasiones, un recuerdo trae un haz de luz a su mente. Unos instantes que le llenan de Paz. Unos momentos que desearía que duraran para siempre, pero que en su estado solo son una promesa de tiempos mejores, de sueños realizados, de metas cumplidas. Pero solo eso, promesas.
Cuando consigue levantarse, camina pesadamente de un lado a otro de la casa, buscando un reflejo que le recuerde todo el amor y la vida que pudo respirar, intentando que ella no se marche también de su memoria.
La casa continua tal y como ella la dejó. Y él es incapaz de tocar nada, esperando quizás, que ella aparezca en cualquier momento para continuar con todo, o por miedo a desterrarla, del todo, de su vida.
La plancha fría sobre la tabla y su camisa azul sin terminar. En el cubo, la colada esperaba que alguien la almidone y la doble. Los platos, vasos y cubiertos, ya secos, en el escurridor. La encimera sin fregar, con el estropajo endurecido sobre uno de los fogones.
Por un instante, mientras observa todo aquel desorden, una leve sonrisa aparece en su rostro. Le viene a la memoria aquella semana en la que su mujer tuvo que ausentarse, por motivos familiares, y el se quedó solo en casa.
Nunca antes había tenido que ocuparse de las tareas domesticas. Mal educado por su madre y consentido por su esposa, se encontró con un sin fin de tareas que no sabía por donde coger.
Al principio todo iba sobre ruedas, ya que tenía comida hecha para dos días, tres si la gula no era más fuerte. Así que, su único trabajo consistía en fregar lo poco que ensuciaba, ya que comía directamente del tuper ware.
Cuando ya no le quedaba nada, se vio en el apuro de tener que cocinar. Seguro que en más de una ocasión se preguntó por que insistió tanto para que no dejara nada más preparado, que ya guisaría él.
Su primer enfrentamiento con los fogones fue duro. Quiso freír un huevo, con tan mala fortuna que le saltó aceite, de modo que los fritos estaban descartados desde ese momento. Como no sabía hacer nada más optó por el camino más seguro, los bocadillos y las comidas preparadas. De este modo eliminaba dos problemas a la vez, no cocinaba y no fregaba.
No limpió el polvo, no barrió ni fregó el suelo, no puso ninguna lavadora, y por supuesto no tuvo que planchar. Realmente no le parecieron tan duras las tareas domésticas, no comprendía por que ella siempre se quejaba de que no le ayudaba en nada.
Pero la sonrisa no era por esos momentos de autodeterminación masculina. El gesto se lo produjo lo que sucedió cuando su inocente esposa, confiada de lo ordenado y limpio de su esposo, llegó a casa. La mesa del comedor y alrededores llenos de migas de pan, el cenicero, de la mesa de centro, con restos de pipas, colillas y algún que otro chicle. El mármol de la cocina, limpio en apariencia, escondía restos de distintas salsas.
Una lista de cosas que su mujer redujo para no avergonzarlo más, mientras lo paseaba cogido de la mano, inspeccionando toda la casa.
Poco a poco fue volviendo a su estado anterior, al darse cuenta de que si todo volvía a estar desordenado y sucio, era por que ella no estaba allí. Pero esta vez no era por unos días, en esta ocasión era para siempre. Quizás, si no lo pensaba lo olvidaría. Quizás era mejor pensar que podía volver en cualquier momento, aunque fuese vivir en una mentira perpetua, si es que a aquello se le podía llamar vida.

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